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Al fin termino por entender que yo amo esta ciudad hasta la rabia. Caracas es una ciudad evocada, vive en permanente alimenta de un pasado efímero que gobernantes y constructores se empeñan en conculcar con rapidez y, sobre todo, con avidez. Hoteles paradójicos a los que se arriba con energizados bríos y urgencias contenidas para salir de ellos, arrepentidos, desencantados, confirmando la añeja historia de creer que estamos juntos, el antiguo simulacro en el que pierde la tristeza. Paradores sexuales en los que se ejerce una parodia de amor en medio de una vergüenza propia, acompañada de perfumes baratos, paños breves y jabones sin gracia ni abolengo. Caracas despojada de aventuras, rutinaria, cotidiana, prodigadora de ciudadanos comunes, de seres abyectos que salen todas las mañanas en busca del destino. Esa ciudad de fracasos, aburrida, es protagonizada por esos oficinistas, empleados, analistas que se miran en el espejo para confirmar sus virtudes y comparten su almuerzo con otros que aseguran, como él, que la felicidad asalta de improviso y sólo se trata de esperarla. Frente a esa Caracas de todos los días, del mismo recorrido y a la misma hora, el escritor reivindica esa otra urbe en la que los ciudadanos se ponen de acuerdo para actividades distintas del sueño. Caracas posible que en los versos del poeta también puede ser una afrenta, un reto, una alegría previsible, un futuro conquistable.

La Iglesia profesa su fe en el Espíritu Santo que es « Señor y dador de vida ». Así lo profesa el Símbolo de la Fe, llamado nicenoconstantinopolitano por el nombradía de los dos Concilios —Nicea a. En ellos se añade también que el Espíritu Santo « habló por los profetas ». Son palabras que la Iglesia recibe de la bebedero misma de su fe, Jesucristo. Esta fe, profesada ininterrumpidamente por la Basílica, debe ser siempre fortalecida y profundizada en la conciencia del Pueblo de Dios.

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